PENAL

Hacia un nuevo proceso penal en el marco de una nueva organización judicial

Tribuna

Parece que la vieja Ley de Enjuiciamiento Criminal (1882) tiene sus días contados, pues la comisión institucional de expertos creada en marzo de 2012 para la elaboración de una propuesta de nuevo texto articulado concluyó sus trabajos el pasado mes de diciembre, y acaba de presentar el nuevo código procesal penal al Ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, por lo que es previsible que pronto pueda iniciar aquélla su tramitación, que habrá de culminar con el debate parlamentario en las Cortes Generales, que se prevé altamente interesante. Pero no debe olvidarse que aquella ley supuso en su momento un extraordinario avance en el proceso penal, que logró su culminación en el momento que fue aprobada la Constitución de 1978, en la que se reconoce el derecho del imputado a no declarar y a la presunción de inocencia, en el marco de un proceso con todas las garantías.

De todos modos, aun después de la Constitución estuvieron vigentes determinadas figuras y procedimientos procesales que hoy nos hacen sonrojar cuando se traen al recuerdo. Hace unos días, con ocasión de una reunión organizada en Bruselas por la Comisión europea, pude oír cómo se mencionaba la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que condenó en 1988 a España, en el conocido «caso Barberá, Messegué y Jabardo» o «caso Bultó» (nombre este último de la víctima), en el que aquella sentencia afirmó la imposibilidad de dar por reproducidas las diligencias sumariales y la necesidad de que la prueba capaz de desvirtuar la presunción de inocencia se practicara en el juicio oral. Ciertamente, esto es lo que ocurrió en aquel caso, cuyo fallo se remontaba a una sentencia de la Audiencia Nacional de 1982, en el que se apreció, con razón, la vulneración del derecho a un proceso justo, porque en el juicio oral se dieron por reproducidas las diligencias sumariales, no ya sólo las referidas a la prueba documental, que al no basarse en la percepción sensorial de una persona no requiere de la inmediación, sino también las relativas a la prueba testifical y pericial, que deben practicarse, salvo casos excepcionales de prueba anticipada, en el juicio oral, por lo que no fueron presentadas y discutidas adecuadamente durante la vista, en presencia de los acusados y bajo el control público, con vulneración, pues, de la inmediación, contradicción, oralidad y publicidad, que son los principios que legitiman la práctica de la prueba capaz de desvirtuar la presunción de inocencia, en el marco de un proceso con todas las garantías.

Probablemente fue la Sentencia del Tribunal Constitucional 31/1981, uno de los principales precedentes de la jurisprudencia constitucional en materia de presunción de inocencia, que representa el proceso mismo, la que marcó un cambio radical en la concepción del proceso penal, al señalar la necesidad de que exista una mínima actividad probatoria de cargo, producida con las garantías necesarias, de la que pueda deducirse la culpabilidad del procesado, para que pueda desvirtuarse la presunción de inocencia; y lo que es muy importante, que esa actividad probatoria debía practicarse en el juicio oral. En el caso resuelto la Sentencia declaró la nulidad de la sentencia impugnada porque se había condenado en base exclusivamente a un confesión del acusado ante la policía, luego rectificada ante el juez instructor y en el juicio oral, señalando al respecto que aquella declaración, al formar parte del atestado, tenía únicamente valor de denuncia, que para convertirse en prueba no bastaba con que se diera por reproducida en el juicio oral, sino que había de ser reiterada y ratificada ante el órgano judicial en el juicio. Esta Sentencia, sin embargo, contó con un voto particular, que reflejaba en cierto modo la resistencia al cambio y que de alguna manera aún influyó durante un tiempo en la jurisprudencia, como se puede ver precisamente en la resolución que declaró la inadmisión del amparo en el caso «Barberá o Bultó»[1]

Incluso hubo que esperar diez años, desde que se aprobara la Constitución en 1978, para acabar con aquellos procedimientos en los que el mismo juez que instruía celebraba juicio y dictaba sentencia, algo que hoy resultaría disparatado desde la perspectiva de la imparcialidad judicial, ligada a la preservación del principio acusatorio. Fue la Sentencia del Tribunal Constitucional 145/1988, otra importante sentencia, que cumple ahora 25 años, la que declaró la inconstitucionalidad de los procedimientos penales con instrucción y fallo a cargo de un mismo juez, recogiendo así la doctrina del Tribunal Europeo de Derechos Humanos sobre la separación de funciones y la importancia de la imparcialidad del juzgador como garantía fundamental del «proceso justo», muy bien resumida en la Sentencia de 1984 de aquel Tribunal, recaída en el caso «De Cubber», en la que se señaló que no es posible aplicar al problema planteado un criterio subjetivo y que, por el contrario, debían aplicarse consideraciones de naturaleza funcional y de organización interna, esto es, criterios objetivos. En este sentido, decía la Sentencia, "las apariencias pueden revestir importancia", citando el adagio inglés, según el cual justice must not only be done: it must also be seen to be done (no sólo se debe hacer justicia, sino que es necesario que se vea que se hace justicia), por lo que estaba justificado temer que un mismo juez que investigaba y juzgaba no ofreciera las necesarias garantías de imparcialidad, algo que puede extenderse incluso, en cierto modo, en la situación actual, a los casos en los que quien investiga adopta también medidas cautelares que afectan a derechos fundamentales, como la prisión provisional, pues al mismo tiempo que el órgano instructor debe investigar y seguir el procedimiento contra una determinada persona debe presumir, al mismo tiempo, su presunción de inocencia, situación que queda superada, afortunadamente, en el nuevo código procesal penal elaborado por la comisión institucional del Ministerio de Justicia, al atribuirse la dirección de la investigación a los fiscales, y el control y la adopción de medidas a un juez de garantías.

La reforma procesal penal o, mejor, el nuevo proceso penal que se articula en el código procesal penal que acaba de presentar el Ministro de Justicia, afronta por fin las transformaciones necesarias de este proceso, necesitado de una mayor agilidad y eficacia, pues sólo cuando las decisiones, en el marco del proceso, se logren en un tiempo razonable y con el menor coste posible, se podrá afirmar la calidad que la justicia y la sociedad demandan. Creo que no es exagerado decir que la reforma del proceso penal que se pretende llevar a cabo es una de las de mayor importancia jurídica, pues el proceso penal implica, ni más ni menos, que la realización del derecho penal y, en palabras del penalista alemán Winfried Hassemer, es «como un indicador de la cultura jurídica y política de un pueblo».

Tiempo habrá de ir desgranando y examinando las novedades introducidas en el nuevo texto, que seguramente se podrá ir mejorando a lo largo del trámite que le queda por recorrer hasta su aprobación final, con tiempo suficiente para que ello tenga lugar en la presente legislatura, pero la primera impresión es altamente positiva, pues atiende muchas de las inquietudes expresadas hace tiempo desde distintos sectores profesionales, como la separación entre el órgano de instrucción, director de la investigación, que ahora pasa a manos del Fiscal (parece razonable que quien ejerce la acusación pública sea quien dirija la investigación), y el que debe tomar medidas que afectan a derechos de los ciudadanos, como la intervención de comunicaciones, entradas y registros, y resolver los recursos contra las decisiones de aquél, a cargo de una nueva figura, la del juez de garantías, aspecto que, naturalmente, exigirá una vacatio que permita la adaptación de las respectivas plantillas, algo que podría facilitarse a través de la unificación de las carreras judicial y fiscal. El principio de oportunidad es otro aspecto que no podía quedar al margen del nuevo proceso, en la línea de otros códigos procesales penales del derecho comparado, que puede permitir aliviar la excesiva carga de la justicia, sin merma de las necesarias garantías, dejando fuera de la instrucción numerosos casos que pueden resolverse perfectamente con arreglo a dicho principio. Muy atinado resulta también el replanteamiento de la acusación popular, que no tiene mucho sentido una vez superados aquellos elementos que podían poner en entredicho la independencia del Ministerio Fiscal y, más aún, si éste finalmente se judicializa, por lo que deben ser bien recibidas las reducciones que esta institución experimenta en el proyecto de código procesal penal, como también las que recibe el jurado, que se limita a asesinatos y homicidio dolosos.

La necesidad de que el proceso se desarrolle en un plazo razonable (principio de celeridad) es algo que viene siendo reclamado desde hace tiempo, y ello es predicable a todo tipo de procedimientos, desde los de la jurisdicción constitucional, a los que se siguen por cualquier delito, algo que incluso permitirá que se reduzca considerablemente el efecto negativo de los «juicios paralelos» y la sensación social de impunidad que producen aquellos procesos que se extienden excesivamente en el tiempo. No debe olvidarse que la Constitución reconoce el derecho a ser juzgado sin dilaciones indebidas, pero su incumplimiento en muchos casos es una realidad, que hasta ahora sólo se traduce en la aplicación de una atenuante por dilaciones indebidas. El código procesal penal proyectado contempla ya, en coherencia con el derecho fundamental reconocido a los ciudadanos, unos tiempos máximos de instrucción, yendo, pues, más allá de lo que exige el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que se refiere al cumplimiento de un «plazo razonable»; naturalmente, la consecuencia lógica del vencimiento de esos plazos debe ser la extinción de la acción penal.

La mayor eficacia de la justicia penal que inspira el texto normativo tendrá su necesaria proyección en la nueva organización judicial que se prevé en la propuesta de reforma de ley orgánica del Poder Judicial elaborada por la otra comisión institucional creada el efecto en la misma fecha, con la puesta en marcha de los Tribunales de instancia, algo perfectamente coherente con el proceso de implantación de la nueva oficina judicial, y que tendrá su necesario complemento en la ley de demarcación y planta judicial en fase de elaboración por la misma comisión institucional, que habrá de establecer el número de plazas de jueces que van a integrar los distintos tribunales y sus salas. Desaparecerán, pues, los juzgados y audiencias provinciales, auténticos órganos de instancia, que quedarán agrupados en órganos colegiados, lo que permitirá incrementar el número de jueces sin necesidad de crear un nuevo órgano judicial, con el ahorro económico que ello supone; es decir, la colegiación propia de los tribunales de instancia proporcionará la flexibilidad necesaria para que el órgano pueda ir adaptándose mejor a las circunstancias. Y los Tribunales Superiores de Justicia, hasta ahora infrautilizados, comenzarán a tener un mayor protagonismo, asumiendo las apelaciones contra las resoluciones dictadas por los Tribunales de Instancia de la respectiva Comunidad Autónoma, y quedando reservado el Tribunal Supremo para la función que le reserva la Constitución de determinación última del contenido de la ley y unificación de doctrina (art. 123), a fin de dar satisfacción tanto a la seguridad jurídica como al principio de igualdad en la aplicación de la ley en todo el territorio nacional; función que también pueden cumplir los Tribunales Superiores de Justicia, en relación exclusivamente a sus leyes autonómicas, generalmente de naturaleza civil y administrativa.

Naturalmente, hay aspectos que serán polémicos[2] y generarán fuertes discusiones, como es el caso de la novedosa proclamación en el nuevo código procesal de la «naturaleza vinculante de la jurisprudencia», con la que ya me pronuncié hace tiempo a favor[3], compartiendo la conclusión del informe elaborado en el año 2000 por una Comisión de Magistrados de las cinco Salas, en el que se afirmaba que «el Tribunal Supremo considera que resulta ineludible proclamar el valor vinculante de la jurisprudencia, entendiendo por tal el criterio reiterado seguido en la aplicación e interpretación de la ley por el Tribunal Supremo, en cuanto constituye la garantía fundamental de la unidad del ordenamiento jurídico, como manifestación de la función constitucional que a dicho Tribunal atribuye el artículo 123 de la Constitución».

Es absolutamente necesario mantener la unidad del orden jurídico, y ello, en mi opinión, sólo es posible afirmando el efecto vinculante de la jurisprudencia, cuyo cauce natural se encuentra en la casación, residenciable ante el Tribunal Supremo. Y ese efecto vinculante no tiene por qué chocar con el art. 117.1 de la Constitución. Precisamente, el recurso de casación, un instrumento procesal hoy generalizado en el modelo continental, frente al modelo anglosajón, en donde es un instrumento desconocido, surgió, luego de la Revolución de 1789, con el objeto de controlar la aplicación del derecho en una instancia centralizada y garantizar de este modo la unidad del orden jurídico. La cuestión reside, a mi juicio, en intentar armonizar, por un lado, la igualdad y la seguridad jurídica que la aplicación de la ley exige y, por otro, el exclusivo sometimiento al imperio de la ley de los jueces que propugna el art. 117.1 de la Constitución, y no al precedente judicial, como en los países del common law. Pero la resolución de la cuestión planteada presupone que la ley sólo es posible conocerla, y, por tanto, aplicarla, previa interpretación, lo que quiere decir, como dice Bacigalupo, que «el Juez está vinculado a una ley cuyo texto debe ser necesariamente interpretado» y que, por lo tanto, «la seguridad jurídica exige también que algún órgano judicial establezca cuál es la (interpretación) que debe prevalecer»[4].

El art. 117.1 de la Constitución, pues, no tiene por qué excluir el efecto vinculante de la jurisprudencia. Dicho con otras palabras: el sometimiento de los jueces al imperio de la ley no puede suponer la inseguridad jurídica que implicaría la falta de un mecanismo que permita salvaguardar la unidad del orden jurídico y, al mismo tiempo, la seguridad e igualdad en la aplicación de la ley.

Nada que objetar, pues, al texto propuesto en el código procesal penal presentado, cuando dice que "la jurisprudencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo tendrá carácter vinculante para los órganos del orden jurisdiccional penal, que interpretarán y aplicarán las normas jurídicas conforme a la interpretación de las mismas que resulte de las resoluciones dictadas por la indicada Sala" (art. 602).

En fin, no cabe duda que el texto de código procesal penal presentado por el Ministro de Justicia constituye un buen inicio en dirección hacia un nuevo proceso penal, en el marco de una nueva organización judicial que, como todo cambio, es probable que en un principio no cuente con toda la comprensión deseable, pero que finalmente permitirá la mejora de la justicia, en particular la penal, algo en lo que están empeñados todos los operadores jurídicos y que viene siendo reclamado desde hace tiempo por los ciudadanos.

Notas

[1] Auto del Tribunal Constitucional de 20-4-1983.

[2] García Enterría, E., por ejemplo, en su artículo "¿Cambio radical del sistema jurídico español?, en el Diario ABC de 31-7-2002, recordaba que la jurisprudencia nunca ha sido en España fuente directa del Derecho, y que la facultad de crear Derecho se reserva en el art. 66 de la Constitución a las Cortes Generales, mostrando su preocupación por la decisión de «investir de potestad creadora de Derecho objetivo, vinculante para todos, a unas docenas de jueces», concluyendo con la manifestación de que él se siente más tranquilo si son las Cortes Generales, cuyos miembros son designados por el pueblo y ostentan el monopolio legislativo, quienes tengan la potestad creadora de Derecho objetivo.

[3] "El valor de la jurisprudencia penal", en Actualidad Jurídica Aranzadi, núm. 622, de 6-5-2004.

[4] "La fuerza vinculante de la jurisprudencia", Estudios de derecho judicial, núm. 34/2001, p. 142.


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