ADMINISTRATIVO

Un enredo procesal innecesario: la acreditación del cumplimiento de los requisitos para entablar acciones las personas jurídicas en el proceso contencioso-administrativo (art. 45,2,d LJCA)

Tribuna
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I. Preliminar

Alguien me sugirió hace algún tiempo que pensara y escribiera sobre el específico requisito que impone el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- consistente en que al escrito de interposición del recurso contencioso-administrativo ha de acompañarse "el documento o documentos que acrediten el cumplimiento de los requisitos exigidos para entablar acciones las personas jurídicas con arreglo a las normas o estatutos que les sean de aplicación, salvo que se hubieran incorporado o insertado en lo pertinente dentro del cuerpo del documento mencionado en la letra a) de este mismo apartado". La letra a) mencionada se refiere a "el documento que acredite la representación del compareciente, salvo si figurase unido a las actuaciones de otro recurso pendiente ante el mismo Juzgado o Tribunal, en cuyo caso podrá solicitarse que se expida certificación para su unión a los autos". Mi primera impresión fue que se trataba de un tema de poco interés. Pero al poco tiempo el contacto por motivos profesionales con la problemática del precepto me hizo cambiar de opinión. Y ello me llevó a escarbar para conocer el estado de la cuestión en la aplicación práctica de la norma y a escribir las líneas que siguen.

No quiero consumir el espacio de que dispongo en relatar el estado de la cuestión. Aparte de otras publicaciones que supongo que existirán, remito al lector a las dos siguientes, que considero muy ilustrativas, en esta misma revista: VV.AA. (coord. Diego Córdoba Castroverde), "Falta de aportación del Acuerdo corporativo de una persona jurídica para recurrir. Foro abierto", Revista de Jurisprudencia El Derecho, 2012, nº 1 , págs. 8 ss. -EDB 2012/8-; y Diego Córdoba Castroverde, "Última jurisprudencia sobre la exigencia de un Acuerdo corporativo para recurrir", Revista de Jurisprudencia El Derecho, nº 4 , págs. 5 ss -EDB 2010/132899-.

Empezaré por anticipar una conclusión, ya expresada en la palabra "enredo" incluida en el título de este artículo -EDL 1998/44323-: dicho con todos los respetos, se está transformando innecesariamente en una celada para el litigante, un requisito procesal sin atender a su enjundia y razón de ser.

Y también antes de entrar en materia, me permitiré un par de consideraciones, a modo de premisas de lo que diré después.

Alguien me dijo hace tiempo que le ha servido de mucho una frase que me escuchó en algún momento: las normas procesales se interpretan con los mismos criterios que las normas sustantivas. La afirmación puede tomarse por una innecesaria obviedad o por una boutade sin especial gracia. Así sería si no fuera porque con ella lo que pretendía era condensar un modo de hacer en el mundo forense (y en él incluyo a todos sus actores y no solo a los jueces) que no considero generalizado pero sí excesivamente extendido. Con los años he venido observando que en la interpretación de las normas procesales con frecuencia no se sigue el mismo camino que se seguiría en la interpretación de normas sustantivas. Se tiende a pararse en la interpretación literal. Si algo cabe en el tenor literal de un precepto, no se hable más. De vez en cuando se le añade una dosis de interpretación sistemática, las más de las veces consistente en aducir que como un precepto está ubicado así tiene que ser interpretado asá, cosa que a mí también las más de las veces me parece, y perdón por la expresión, una solemne tontería, o, si prefieren que lo diga finamente, un argumento irrelevante e inconducente. Alguna vez también el cóctel lleva una pizquita de interpretación histórica, pero a modo de aderezo, porque bien sabemos los juristas que nada hay más agradable que descubrir que una supuesta voluntas legislatoris está mal expresada, porque se quiso decir "x", pero en realidad, además o en vez de "x", se ha dicho "y" o "z". Pero lo que al cóctel ya no se le añade, ni siquiera como aderezo, son dosis de interpretación lógica, del tipo de argumento ad absurdum o a fortiori. Y, sobre todo, que es lo que me suele asombrar, brilla por su ausencia la que todos sabemos que ha de ser la guía interpretativa principal: la teleología. En temas procesales echo a menudo de menos que se haya formulado la sencilla pregunta. ¿Esto para qué sirve? Porque, si se me permite la exageración, el resultado de ciertas interpretaciones meramente literales de algunas normas procesales (y no estoy diciendo que la que nos va a ocupar sea el caso) sin atender al porqué y al para qué, conduce a la impresión de que nuestros legisladores las aprobaron en estado de enajenación mental transitoria (del tipo coma etílico o similar).

La segunda consideración enlaza con la primera y tiene que ver con que resulta cuando menos paradójico que ese modo de hacer se dé precisamente en un ámbito en el que el resultado de la interpretación está sometido al rasero o canon de la tutela judicial efectiva. Sin cinismo sino con tristeza compruebo que, a la postre, treinta y tantos años de jurisprudencia sobre la tutela judicial efectiva no han dado verdaderos frutos. Y cuando hablo de "frutos" me refiero a un modo de pensar y de hacer cotidiano y casi espontáneo. Nos hemos llenado la boca de tutela judicial efectiva para nada. Mencionamos el famoso pro actione como una cláusula de estilo obligada para dejarla de lado si es posible. En su faceta de acceso a la jurisdicción, el derecho a la tutela judicial efectiva solo significa una cosa: los requisitos procesales -y su interpretación- han de ser razonables y proporcionados. Así, no se le pueden imponer al justiciable cosas absurdas para que los tribunales se ocupen de ellos (de nuevo, las "cosas" han de tener un porqué y un para qué legítimo). Y, sobre todo (porque es donde creo que menos trecho hemos avanzado), tiene que haber proporción entre la importancia del requisito y la consecuencia jurídica anudada a su incumplimiento. Deberíamos imponernos reflexionar sobre el valor que subyace a este último postulado cada vez que nos enfrentemos a la interpretación de una norma procesal de la que dependa que un tribunal entre o no en el fondo de un asunto. Porque detrás de cada pleito o causa hay un trozo de vida de seres humanos de carne y hueso. No quiero parecer sentimental o cursi, pero la verdad es que se trata de eso.

Dicho lo que antecede para lo que valga, entremos en materia.

II. El requisito

Tras leer lo que nuestros tribunales contencioso-administrativos han dicho sobre el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- (y a conciencia de que eso que he llamado "estado de la cuestión" dista de ser un cuadro claro y preciso, puesto que hay ciertas discrepancias incluso en el seno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo), creo que hay que empezar por lo que se llama "negar la mayor". Hay una premisa falsa, en mi opinión, en el razonamiento. Nuestros tribunales contencioso-administrativos confunden la exigencia de "los requisitos exigidos para entablar acciones las personas jurídicas con arreglo a las normas o estatutos que les sean de aplicación", que es lo que dice la norma, con la exigencia de un "acuerdo para recurrir" o, por ser más preciso, con la "voluntad de entablar el concreto proceso contencioso-administrativo". Y yo, por más que me esfuerzo, no acabo de ver que de lo primero se derive lo segundo o, siendo más preciso, que se derive siempre y en todo caso. A mi modo de ver, lo segundo solo deriva de lo primero si existe un precepto legal o estatutario (por lo tanto, en el plano sustantivo, no en el procesal) que imponga a "determinadas" personas jurídicas un "determinado" modo de expresar su voluntad de "entablar acciones" o cierto tipo de acciones. Si no existe una específica exigencia (insisto: en el plano sustantivo) en el modo de exteriorizar la voluntad de la persona jurídica, ha de entenderse que no hay ningún requisito procesal específico que cumplir ni, por tanto, ninguna exigencia de acreditación documental de dicho requisito. Por tanto, el art. 45,2,d) LJCA solo resulta aplicable cuando la ley o los estatutos imponen un modo (procedimental y/o orgánico) específico para entablar acciones (y, en lo que ahora importa, ante los tribunales contencioso-administrativos) distinto del común consistente en que actúe quien normalmente tiene la representación ad extra de la persona jurídica. Cuando tal exigencia sustantiva no existe, la voluntad de "entablar la acción" se presume y no ha de ser acreditada, más allá de la exigencia de poder del procurador que intervenga. Esta es la tesis que pretendo sostener y que soy consciente de que tiene mínimas posibilidades de ser llevada a la práctica, a la vista del "enredo" en que -creo- han caído nuestros tribunales contencioso-administrativos. Desarrollaré a continuación algunos argumentos y trataré de refutar otros que intuyo que se me opondrán.

1) No me entretendré en la interpretación literal, porque no me parece que por sí sola aboque a un resultado. Simplemente reiteraré que el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- no dice que haya que acreditar documentalmente la voluntad de entablar el concreto proceso contencioso-administrativo de que se trate.

2) Me parece de cierto interés (aunque tampoco concluyente) traer a colación el antecedente histórico del art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323-, aunque para extraer de él consecuencias distintas de las de nuestros tribunales. El art. 57,2,d) de la Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa de 27 diciembre 1956 -EDL 1956/42- se refería sólo a las '"Corporaciones o Instituciones" cuando imponía que al escrito de interposición del recurso contencioso-administrativo se acompañara "el documento que acredite el cumplimiento de las formalidades que para entablar demandas exijan a las Corporaciones o Instituciones sus leyes respectivas". De aquí deducen nuestros tribunales que el requisito se ha extendido a todas las personas jurídicas y que, por tanto, todas tienen que acreditar documentalmente su voluntad de recurrir el concreto acto administrativo. A mí esto de nuevo me parece un salto en el razonamiento. Me parece indudable que el tenor literal se ha extendido a todas las personas jurídicas. Pero nótese que la antigua ley hablaba de las "formalidades" exigidas para entablar demandas. Es decir, partía de la base de que alguna formalidad distinta de la normal expresión de la voluntad de la Corporación o Institución había que cumplir para entablar demanda.

3) He insistido al formular mi tesis de que el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- se debería aplicar solo cuando la ley o los estatutos impongan un modo específico de expresar la voluntad de la persona jurídica para entablar acciones, distinto del que en cada caso y en función de la persona jurídica de que se trate (asociación, fundación, sociedad mercantil, etc.) se deba considerar el normal modo de actuación "ad extra", de que se trata de una exigencia del Derecho sustantivo, que el Derecho procesal hace suya por obvia necesidad de coherencia. Este tipo de remisión del Derecho procesal al Derecho sustantivo es absolutamente corriente y se da en numerosos requisitos procesales, entre ellos algunos muy próximos al que nos ocupa como la capacidad o la representación.

4) Se lee en las sentencias (sobre todo de la Sala Tercera del Tribunal Supremo) que la ratio de la exigencia del art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- es evitar "la posibilidad, el riesgo de iniciación de un litigio no querido, o que jurídicamente no quepa afirmar como querido, por la entidad que figure como recurrente". También aquí querría negar la mayor. Si esa es la finalidad del precepto, ¿por qué no existe la exigencia respecto las personas físicas? Al fin y al cabo, si no han aportado prueba documental de su específica voluntad de recurrir el concreto acto de que se trate, el riesgo de iniciación de litigios no queridos o de afirmación con sustento jurídico de que no fueron queridos sería el mismo. Se dirá que las personas jurídicas necesitan un modo de expresar jurídicamente su voluntad a través de personas físicas y de ahí el art. 45,2,d) LJCA. Pero el argumento, a mi modo de ver, es falaz, porque si de lo que se trata es de comprobar la voluntad de entablar el concreto contencioso, se debería exigir a todo justiciable. Ergo no se trata de eso.

5) Además, resultaría cuando menos curioso que el orden contencioso-administrativo fuera el único en el que el legislador se hubiera ocupado de ese riesgo (y a su vez también curiosamente solo respecto de las personas jurídicas). Si ese fuera el riesgo y, por tanto, la razón de ser, ¿por qué a nadie se le ha ocurrido introducirlo en los demás órdenes jurisdiccionales o, por lo menos, recomendar que se hiciera? Porque yo jamás he escuchado o leído preocupación alguna sobre esta cuestión en el orden jurisdiccional civil.

Obviamente será en todo caso necesario que al acreditar la representación técnica del procurador se acredite a su vez que quien apodera tiene facultades legales y/o estatutarias para ello (por vía de representación o, a su vez, de apoderamiento). Pero esto es algo normal y corriente que llevan décadas haciendo nuestros notarios, primero, y los tribunales después. Así pues, sigo sin ver que el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- imponga un específico requisito de acreditar documentalmente la voluntad de entablar el concreto proceso. Lo que veo no es sino un simple recordatorio de que en ciertos casos las normas legales y/o estatutarias imponen a las personas jurídicas requisitos orgánicos y/o procedimentales distintos de los comunes para expresar su voluntad y, en concreto, para expresar su voluntad de entablar acciones. Pero lo cierto es que todo notario deberá haber verificado el cumplimiento de esas exigencias legales o estatutarias en el otorgamiento del poder general para pleitos.

Por todo ello, me parece errónea la apreciación de nuestros tribunales de que la exigencia documental del apartado d) del art. 45,2 LJCA -EDL 1998/44323- es distinta de la del apartado a) del mismo precepto. Y ello, porque aunque en puridad son distintas (una cosa es el apoderamiento al representante técnico y otra la actuación ad extra por quien está facultado para ello), desde siempre se han cumplido en la inmensa mayoría de los casos (y a salvo los apoderamientos apud acta) mediante la fiscalización notarial en el momento del otorgamiento del poder general para pleitos, que abarca, según la legislación notarial, el cumplimiento de todas las exigencias legales y estatutarias para otorgar poder, sean las generales o comunes, o sean específicas. Es más, esta es una de las buenas razones para mantener que el apoderamiento ha de contenerse en documento público. Piénsese que en los casos en que no haya necesidad de esa a menudo compleja verificación, exigir un documento público es algo que nos podríamos repensar. Por ejemplo, al abogado no le exigimos nada (ni siquiera un documento privado de ningún tipo) para verificar que realmente tiene la instrucción de actuar como defensor en el caso concreto. Si de verdad el legislador procesal hubiera tenido alguna vez preocupación por conjurar el riesgo de iniciación de procesos no queridos (o que se pudieran luego alegar falsamente como no queridos), i) habría establecido la exigencia de expresión de la voluntad ad hoc en todos los procesos y no solo en los contencioso-administrativos; ii) habría establecido la exigencia para todas las personas y no solo para las jurídicas; iii) habría requerido posiblemente algún tipo de acreditación de la relación con el defensor técnico, dado que en la actualidad el representante técnico sigue las instrucciones del defensor sin verificarlas con el poderdante.

6) Barrunto que se dirá que esta interpretación vacía de contenido el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323-. Ciertamente el resultado al que conduce es el mismo que si nos imagináramos que no existiera. Diré, en primer lugar, que me parece un resultado sano y saludable, que evita enredos y problemas y que da solución a lo que importa, esto es, que cuando se presenta un escrito de interposición de un contencioso-administrativo en nombre de una persona jurídica firmado por quien tiene un poder general para pleitos que a su vez acredita la "cadena" de cumplimiento de las formalidades -genéricas o específicas- de expresión de la voluntad "ad extra", nada más hace falta. No conozco casos en que abogados y procuradores se hayan lanzado a iniciar litigios (ni de personas jurídicas ni de personas físicas) sin expresas instrucciones de sus mandantes. Si la supuesta "problemática" a la que supuestamente (falsamente, a mi modo de ver) responde el art. 45,2,d) LJCA no existe, no hemos hecho más que crear el semillero de un enredo procesal (y eso sí que es real). Y si ello vacía de genuino contenido al art. 45,2,d) LJCA, pues qué le vamos a hacer. Lo cierto es que tampoco sería un caso único. En la legislación procesal no son raros los casos de preceptos que, en el fondo, no son más que recordatorios de las normas sustantivas aplicables y que integran aspectos de la normativa procesal (y que serían aplicables aunque la legislación procesal no los mencionara). Basta, por ejemplo, leer los arts. 6 y 7 LEC -EDL 2000/77463-, sobre capacidad y representación (temas íntimamente ligados al que nos ocupa) para darse cuenta de ello.

A mayor abundamiento, si realmente el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- estableciera un específico requisito de documentación de la voluntad de recurrir de las personas jurídicas que respondiera al apuntado riesgo de evitar litigios no queridos (o que se afirmaran falsamente como no queridos), se echaría de menos coherentemente una norma similar para la realización de actos de disposición sobre el objeto del proceso o sobre el proceso. Así, ¿por qué no exigir también un acuerdo expreso para renunciar o desistir? ¿Por qué nos basta aquí el poder especial del procurador, que no ha de referirse al asunto concreto? ¿Es que sí existe riesgo de litigios no queridos por las personas jurídicas y no de renuncias o desistimientos no queridos? Qué mundo más raro.

III. La subsanabilidad

Tras lo anterior, alguna reflexión merece el modo en que nuestros tribunales contencioso-administrativos afrontan el problema de si el requisito del art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- es subsanable o no. Al reflexionar sobre ello haré caso omiso de todo lo dicho anteriormente, esto es, aceptaré dialécticamente que la interpretación correcta del precepto es la exigencia de un acuerdo para recurrir.

Ninguna duda cabe de que el tribunal tiene el deber de permitir la subsanación en caso de que a limine aprecie la ausencia de acreditación documental de lo exigido en el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323-, porque esa posibilidad de subsanación la dispone nítidamente el art. 45,3 LJCA: "El Secretario judicial examinará de oficio la validez de la comparecencia tan pronto como se haya presentado el escrito de interposición. Si estima que es válida, admitirá a trámite el recurso. Si con el escrito de interposición no se acompañan los documentos expresados en el apartado anterior o los presentados son incompletos y, en general, siempre que el Secretario judicial estime que no concurren los requisitos exigidos por esta Ley para la validez de la comparencia, requerirá inmediatamente la subsanación de los mismos, señalando un plazo de diez días para que el recurrente pueda llevarla a efecto y, si no lo hiciere, el Juez o Tribunal se pronunciará sobre el archivo de las actuaciones".

El problema y la duda se dan en el caso de que el incumplimiento del art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323- se plantee con posterioridad en el curso del proceso y, sobre todo y como supuesto más común, en los casos en que sea alegado por el demandado en la contestación a la demanda. En tal caso, ¿puede el tribunal contencioso-administrativo dictar sentencia de inadmisión sin otorgar al demandante posibilidad de subsanación? En este punto hay discrepancia de pareceres entre nuestros tribunales contencioso-administrativos, incluso en el seno de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, pero la posición más extendida es que sí cabe la inadmisión sin subsanación, con base en lo dispuesto en el art. 138 LJCA: "1. Cuando se alegue que alguno de los actos de las partes no reúne los requisitos establecidos por la presente Ley, la que se halle en tal supuesto podrá subsanar el defecto u oponer lo que estime pertinente dentro de los diez días siguientes al de la notificación del escrito que contenga la alegación. 2. Cuando el Juzgado o Tribunal de oficio aprecie la existencia de algún defecto subsanable, el Secretario judicial dictará diligencia de ordenación en que lo reseñe y otorgue el mencionado plazo para la subsanación, con suspensión, en su caso, del fijado para dictar sentencia. 3. Sólo cuando el defecto sea insubsanable o no se subsane debidamente en plazo, podrá ser decidido el recurso con fundamento en tal defecto".

El razonamiento viene a ser el siguiente. Si el demandado opone en su contestación que, por el motivo que sea, considera incumplido el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323-, se le abre ex lege al demandante un plazo de diez días hábiles desde el traslado de dicha contestación en el que puede subsanar. Por tanto, si el demandante no subsana en dicho plazo, no hay que otorgarle después otro plazo de subsanación antes de dictar sentencia de inadmisión.

Debo decir con todos los respetos que el argumento me parece erróneo y que la interpretación correcta del art. 138 LJCA -EDL 1998/44323- debería ser otra (tanto en lo que respecta al art. 45,2,d) LJCA como, trascendiendo dicho supuesto, con carácter general) que permita en todo caso la subsanación. Es más, si se concluyera que caben ambas interpretaciones, considero que la que impide la subsanación debería ser excluida en virtud del principio de interpretación conforme a la Constitución. Es más, si se concluyera que caben ambas interpretaciones y que ambas son constitucionales, considero que la que impide la subsanación debería ser excluida en virtud del llamado principio pro actione o criterio de interpretación más favorable a la efectividad del derecho a la tutela judicial efectiva, que resulta de todo punto aplicable a la interpretación de las normas procesales que imponen requisitos de los que depende que se tenga derecho o no a una sentencia de fondo en la instancia. Y es más, si se concluyera que solo cabe la interpretación de que hay que inadmitir sin dar oportunidad de subsanación, rogaría a los integrantes de cualquier tribunal contencioso-administrativo de este país que se planteasen la conveniencia de plantear cuestión de inconstitucionalidad (aunque no lo veo necesario, si se aceptase cualquiera de las tres opciones anteriores).

En la interpretación del art. 138 LJCA -EDL 1998/44323- que niega la subsanación en los casos apuntados creo que hay un error de base. Cuando el demandado alega en su contestación a la demanda el incumplimiento del art. 45,2,d) (o, por extensión, de cualquier presupuesto procesal o de un requisito específico de un acto de la parte demandante), lo que se abre ex lege no es un trámite de subsanación. Ciertamente el demandante puede "aceptar" la alegación del demandado sin más y obrar en consecuencia, esto es, subsanar. Pero también puede hacer otras dos cosas: primera, "oponer lo que estime pertinente", es decir, alegar las razones por las que sí considera cumplido lo exigido en el art. 45,2,d) LJCA; segunda, no hacer nada, esto es, dar la callada por respuesta, en cuyo caso lo lógico es entender que, aun sin dar razones, no acepta la posición del demandado. Frente al argumento de que el demandante tiene una carga de subsanar directamente u oponerse y que el silencio equivaldría a un incumplimiento de la carga y, en consecuencia, a un reconocimiento tácito del incumplimiento del requisito, hay que decir que el principio general en nuestro ordenamiento procesal es que el silencio de una parte no significa reconocimiento de la posición de la contraria y, por tanto, que las normas que anudan al silencio de una parte el reconocimiento de la posición de la contraria son, en riguroso sentido técnico (art. 4 del CC -EDL 1889/1-), normas "excepcionales" y, por tanto, han de ser expresas.

Por lo tanto, lo único que cabalmente debería deducirse de la oposición o del silencio del demandante es que considera infundada la alegación del demandado y que, en consecuencia, al tribunal toca decidir si el defecto alegado se da o no. Y si se da, entonces entra en escena el apdo. 2 del art. 138 LJCA -EDL 1998/44323-. Ningún sentido tiene que el demandante pueda oponerse a la alegación del demandado si después no va a poder subsanar en caso de que el tribunal estime que el defecto existe. Como regulación legal de requisitos procesales subsanables me resulta aberrante. Si la extiendo mentalmente a otros requisitos procesales, me imagino un escenario procesal absurdo. Imagino, por ejemplo, que en un proceso civil el demandado alegue falta de litisconsorcio y que la ley le viniera a decir al actor: ten cuidado, si aceptas la posición del demandado vas a poder integrar la litis, pero como te equivoques el juez te archivará el asunto. Los ejemplos podrían sucederse.

No puedo dejar de manifestar que me asombra que esta situación se dé con base en la interpretación de un precepto legal que lo que trata es de implementar de la mejor manera posible en el orden contencioso-administrativo el principio de subsanabilidad de los actos procesales de parte. Y que se dé precisamente en el orden contencioso-administrativo, que en su día fue pionero en este ámbito. Cabrían muchas reflexiones al respecto. Debe de ser que los tiempos han cambiado.

Y para el caso más que probable de que cuanto acabo de decir cayera en saco roto, el deseo de que quien tiene el poder haga lo único que ya cabría para deshacer el enredo: derogar el art. 45,2,d) LJCA -EDL 1998/44323-.

 

Este artículo ha sido publicado en la "Revista de Jurisprudencia", número 1, el 1 de marzo de 2013.


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